La estrenada industria generó impresos destinados específicamente a los públicos populares urbanos, como la revista Corre Vuela [fig. 1] y el diario El Chileno [fig. 2], pero también prefiguró la inclusión de estos sectores en el consumo de publicaciones que atendían ya no solo a los intereses de grupos específicos sino de la gran mayoría de los lectores: un caso elocuente fue el de la revista Sucesos. En su primer número, los editores señalaban: “Con el objeto de difundir aquella [la cultura]…, en todas las clases de nuestra sociedad, llegando hasta las menos acomodadas las facilidades de que puedan obtener y recrearse con una revista de este género, es que resolvemos asignarle un precio de diez centavos por número…” (Valparaíso, 18 de agosto de 1902).
Si bien es cierto que para hablar con propiedad de una cultura de masas deben considerarse indicadores que permitan cuantificar los volúmenes editoriales, evaluando así la expansión del mercado, la cuestión de integrar a los grupos populares no se redujo a un asunto de números. Es decir, no solo había que aumentar las tiradas[1], ampliar la oferta, disminuir costos de producción para bajar los precios de venta, distribuir la mercancía por canales que aseguraran la cobertura de amplios radios de consumo (a través del tren, de la figura del suplementero), sino también, y de forma gravitante, era menester idear y facturar impresos “destinados a las capacidades y a las expectativas de la mayoría de los lectores”[2]. Es decir, para generar esta pretendida democratización de la cultura y la información se debieron aclimatar tanto las condiciones materiales y de distribución como los contenidos ofrecidos y la manera en que componentes textuales y visuales se diagramaban en el espacio de la página impresa.
Lo más llamativo de este proceso de aclimatación, con el objetivo de favorecer un acercamiento de la mayor porción del potencial público a los productos impresos, fue que la para-industria de la prensa retuvo y utilizó a su favor elementos que el pensamiento letrado decimonónico había sistemáticamente despreciado como culturalmente inferiores y que, a su juicio, correspondían a una mentalidad popular. En otras palabras, varios de los parámetros por los cuales se relegó al mundo popular a una condición de subordinación y alteridad, y que fungieron como fundamento para legitimar las prácticas excluyentes de las élites culturales republicanas, fueron apropiados por el aparato impresor y editorial con el objetivo de fabricar productos para la vasta mayoría.
Siguiendo a Chartier, y a escala muy general, en estos procesos de “democratización” cultural se pensaron y reelaboraron los modos de presentar la información, adaptando los formatos y la compaginación tipográfica, de manera de equilibrar, por ejemplo, la proporción entre texto e imagen[3]. Asimismo, los hábitos de lectura de la mayor parte del público distaban de las comodidades (tiempo y silencio) de las élites. En general, plazas, tranvías y otros lugares de esparcimiento eran sitios para el ejercicio de la lectura y el comentario “popular” de las últimas novedades. Por ello, se empequeñecieron los formatos para facilitar la manuabilidad del impreso, se ofrecieron secuencias textuales más breves, y más separadas entre ellas, incluyendo imágenes de apoyo y reiterando temas y componentes visuales. Según Chartier, la repetición permitía fijar las ideas, por lo cual, más que a la invención se echaba mano a la variación de temas y motivos ya conocidos[4], tal como habían efectuado en Chile, años atrás, poetas y grabadores de la Lira Popular.
[1] Triangulando los números y en una apuesta aproximativa al problema del volumen editorial del sistema impresor local, debido a la escasez de estudios, la carencia de fuentes y la manipulación de los datos por parte de los propios editores, podríamos señalar que en Chile un impreso ilustrado exitoso alcanzaba un tiraje promedio de 10.000 ejemplares hacia la década de 1890. Ahora bien, si nos atenemos a una lógica mercantil o ya encaminada a lo masivo a inicios del siglo XX, podemos notar, primero, un importante afianzamiento en términos de volumen en la prensa diaria ilustrada. El Diario Ilustrado, uno de los primeros en incluir fotograbados, alcanzó un tiraje de 30.000 ejemplares por día hacia 1908, mientras que El Chileno, habría puesto en el mercado de la prensa unas 7.000 copias diarias en 1895 y 20.000 en 1905 (Cornejo, Tomás, Ciudad de voces impresas. Historia cultural de Santiago de Chile, 1880-1910 (México D.F – Santiago: Colmex y Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, 2019), 348-349). Para Soto-Veragua, este medio informativo habría registrado en ocasiones tiradas de 25.000 e incluso 30.000 ejemplares (Soto-Veragua, Jorge, Historia de la imprenta en Chile. Desde el siglo XVIII al XXI (Santiago: El Árbol Azul, 2009), 149). Respecto de las publicaciones periódicas, los exiguos datos que se manejan se reducen a los de la revista Zig Zag. Si bien se planteó que la magazinesca chilena, profusamente ilustrada a color, habría tenido en su primer número de 1905 un tiraje de 100.000 copias, Ossandón y Santa Cruz advierten que esta cifra apareció en el anuncio de su estreno, pero que en realidad su alcance fue, en efecto, menor (Ossandón, Carlos. y Santa Cruz, Eduardo, Entre las alas y el plomo. La gestación de la prensa moderna en Chile (Santiago: LOM, 2001), 35). En otros avisajes, según han dado cuenta Ossandón y Santa Cruz (Entre las alas y el plomo…), la empresa de Agustín Edwards habría ofrecido cerca de 45.000 copias de Zig Zag en sus primeras apariciones. Por su parte, los datos manejados por Soto-Veragua cuantifican en 33.000 los ejemplares por número hacia 1909 (Soto-Veragua, Historia de la imprenta en Chile…, 206).
[2] Chartier, Roger, “Lecturas populares. La Bibliothéque bleue”, en El presente del pasado. Escritura de la historia, historia de lo escrito (Ciudad de México: Universidad Iberoamericana, 2005): 167-194, 179.
[3] Chartier, “Lecturas y lectores «populares» desde el Renacimiento hasta la época clásica”, 469-493, 486.
[4] Chartier, “Lecturas y lectores «populares» desde el Renacimiento hasta la época clásica”, 469-493, 486.