Por Nicole Iroumé Awe
Los avances asociados a las tecnologías modernas de impresión y, en particular, a la posibilidad de reproducir imágenes en los medios impresos, marcaron transformaciones fundamentales entre las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX para el desarrollo de una cultura impresa que se fue orientando cada vez más hacia la oferta de contenido visual, en desmedro del escrito.
En el contexto nacional, la recepción de estos procesos coincidió con el incipiente desarrollo de una industria cultural, lo que tuvo como consecuencia la transformación de una anquilosada prensa decimonónica, de fuerte raigambre política, dominada por el texto y la palabra escrita en una prensa finisecular moderna, de empresas y segmentada, que se transformaría en un vehículo privilegiado desde donde se fue desplegando una discursividad moderna, en la que la imagen fotográfica fue fundamental.
Esto tuvo implicaciones directas en la ampliación del mercado de las publicaciones ilustradas, que comienzan a tener tirajes a gran escala, los que responden a las demandas de un público de masas también en formación[1]. En este contexto, la fotografía fue el tipo de imagen adecuado para responder al ritmo regular y repetitivo de demanda de gran cantidad de información visual, requerimiento que no habría podido cumplir, por ejemplo, la imagen manual. Gracias a la rapidez y el dinamismo que ofrecía la imagen técnica es que con el paso del tiempo las publicaciones empiezan a ofrecer un contenido visual dominado por la visualidad fotográfica. La prensa fue un dispositivo central para vehiculizar este imaginario y, en esa medida, también lo fue para la creación y formación de una cultura de la fotografía.
A pesar de que la presencia de imágenes en general y de fotografías en particular requería un proceso bastante costoso –no solo en términos económicos, sino también porque estas debían solicitarse muchas veces a agencias o medios extranjeros–, encontramos en las revistas y diarios del periodo un número importante de fotografías, cuestión que evidencia el temprano interés que estas generaron en el ámbito de la cultura impresa. Las páginas de los medios de la época registran la amplia disposición que tuvo la industria editorial hacia la fotografía, y a través del método del ensayo y error en ellas comienza a aparecer un conjunto diverso de contenido visual, donde conviven caricaturas, grabados, reproducciones de obras de arte, fotografías y dibujos.
Retomando lo analizado en el ensayo “Desafíos para el ojo de la multitud: imagen fotográfica discontinua y su producción temprana en Chile (1880-1920)” de Ana María Risco, acerca de la discontinuidad producida por la trama de puntos, quisiéramos plantear en el presente artículo una segunda discontinuidad, generada ahora sobre la superficie de la hoja impresa (y no ya de la imagen). Esta guarda relación con el efecto producido por la convivencia en una misma superficie de elementos visuales y textuales de diferentes tamaños, formas y proveniencias, disposición que, como plantea Raúl Antelo, obligaba a los lectores y lectoras “a seleccionar y omitir, produciendo un texto, una lectura que es collage espacial o montaje temporal de fragmentos injertados en relaciones provisorias o aleatorias, que sin embargo reafirman el motor mismo de lo moderno: la experiencia de lo discontinuo”[2].
Siguiendo este planteamiento es importante tener en consideración que si bien las grandes empresas editoriales (y las pequeñas también), comprendieron tempranamente el carácter moderno que la técnica fotográfica imprimía a sus publicaciones[3], esto no derivó en una visualidad inmediata y exclusivamente mecanizada, en tanto las fotografías convivieron e interactuaron con imágenes de factura tradicional (sobre todo entre fines del siglo XIX y el primer tercio del siglo XX), al menos hasta la consolidación del fotoperiodismo[4].
[1] Resulta importante apuntar brevemente dos procesos que guardan relación con la diversificación de los medios de comunicación escritos, que se aprecia con mayor intensidad a partir de la primera década del siglo XX, y que si bien a primera vista parecen contradictorios, son paralelos y complementarios: 1) por una parte, la diferenciación y segmentación de la prensa, que se va especializando en función de públicos determinados, con intereses y demandas particulares; 2) a la vez que la masificación y homogenización de las temáticas, los interesas y la información.
[2] Antelo, Raúl, “El inconsciente óptico del modernismo”, en La cultura de un siglo. América Latina en sus revistas, ed. por Saúl Sosnowski (Buenos Aires: Alianza, 1999), 297-310, 309.
[3] El contrapunto a este tipo de publicaciones serían las revistas o boletines literarios, políticos o estudiantiles, que trataban de alejarse de la estética del magazine y de acercarse a la imagen de la llamada “prensa seria”. La fotografía se asoció tempranamente con revistas ilustradas comerciales o populares, con la cultura de masas, el mercado y la industria cultural, es decir, con el periodismo con rasgos de empresa comercial. Esto no significa, en ningún caso, la ausencia de fotografías en publicaciones de corte político, artístico o asociativo, pero sí, en algunos casos, el uso predominante de imágenes de factura manual. Un ejemplo claro de esto son las publicaciones políticas de izquierda o anarquistas. Investigadores como Silvia Dolinko en Argentina o Eduardo Castillo en Chile, han estudiado cómo el grabado se asoció con el universo de la ilustración literaria y la puesta en circulación de imaginarios sociales o militantes. Se ha relacionado históricamente a este medio gráfico la misión de reivindicar el arte como compromiso social, pues rompía con la idea de la obra única, y no tenía el mismo sesgo comercial que tenía la fotografía en la industria editorial. Ver: Arte para todos: la difusión del grabado como estrategia para la popularización del arte (Buenos Aires: Fundación Espiga, Fundación Telefónica, Fondo para la Investigación del Arte Argentino, 2003) y Arte plural: el grabado entre la tradición y la experimentación, 1955-1973 (Buenos Aires, Edhasa: 2012), de Silvia Dolinko; y Puño y letra: movimiento social y comunicación gráfica en Chile (Santiago: Ocho Libros, 2006), de Eduardo Castillo.
[4] El inicio del fotoperiodismo se asocia comúnmente al periodo de entreguerras debido, entre otras cuestiones, a los avances asociados a la cámara fotográfica (aparatos más pequeños y livianos, tiempos de captura más expeditos, etc.) y a los procesos de revelado.