A continuación quisiera referirme brevemente a la discontinuidad propia del arte del azulejo, el cual, como es sabido, consiste en la adhesión de piezas de cerámica sobre la superficie de muros exteriores o interiores, por lo que suele estar asociado al ámbito de la construcción y la arquitectura. Una de las caras de las piezas cerámicas es pintada de uno o varios colores, y vidriada mediante la cocción de una sustancia a base de esmalte. Tal como en el caso del mosaico y el tapiz, esta práctica involucra a un conjunto de labores claramente diferenciadas entre sí, que son realizadas por distintos artífices especializados en cada una de ellas. En el caso particular del azulejo intervienen principalmente dos: el alfarero, encargado de la confección, pintura y vidriado de las piezas, y el alarife, encargado de darles forma e instalarlas en el muro, suelo o bóveda de acuerdo a un diseño determinado.
La técnica del azulejo, de origen mesopotámico, ingresó a Europa alrededor del siglo VII a través de Al-Ándalus, el área de dominio musulmán dentro de la península ibérica entre los años 711 y 1492. Dentro de ese período, su empleo fue particularmente significativo, llegando incluso a reemplazar la práctica de pavimentar con guijarros instaurada por griegos y romanos en la Antigüedad –el ithostrotos aludido párrafos atrás. El azulejo también logró extenderse en la España cristiana, así como en el resto de Europa a partir del siglo XIII. Hasta finales del siglo XVI las penínsulas Ibérica e Itálica acaparan su producción e importación, pero a partir del siglo XVII se desarrolla en otros países europeos tales como Francia, consumándose en el siglo XIX con su presencia en las Exposiciones Universales.
Azulejos alicantados de la ciudad de Granada, España
Azulejos alicantados de la ciudad de Estambul, Turquía
Quizás de todos los medios a los que me he referido hasta ahora en este ensayo, el azulejo es el que pareciera anunciar con mayor intensidad la discontinuidad propia de los sistemas de reproducción y circulación de la imagen –circulación que, tal como señala Ana María Risco en su ensayo, es a lo que responde la discontinuidad propia de la impresión fotomecánica. Esa evocación que propongo se da de dos maneras. En primer lugar, la forma cuadrada y la disposición reticular que a partir del siglo XVI se estableció como norma para el azulejo, al menos dentro de la tradición ibérica[1], provocó que su trama se asemejara considerablemente a uno de los sistemas empleados para la representación figurativa más emblemáticos de la temprana Modernidad: la grilla. Si bien es altamente probable que esa semejanza sea más bien anecdótica, lo cierto es que estaríamos ante un medio discontinuo manual en el que la trama está efectivamente disociada del motivo –independiente de que eso haya posibilitado la reproducción de la imagen o no.
En segundo lugar, en la técnica del azulejo conocida como alicatado se emplean cerámicas cortadas con distintos tamaños y formas que, al ser dispuestas y combinadas de distinta manera, generan un sinnúmero de patrones abstractos que constituirían, en ese sentido, la unidad discreta de este medio. Eso posibilita que los patrones se repitan no solo en una misma composición, sino también en otras superficies, tiempos y lugares –lo cual resulta sumamente consistente con la estética del Islam, reticente a la iconicidad pero proclive a la repetición y propagación de sus motivos. Estaríamos, por lo tanto, ante una imagen discontinua en la que la unidad discreta es utilizada para la reproducción, y con ello finalmente para la circulación –aunque sea la de una forma abstracta.
[1] Con un tamaño entre 13,5 y 14,5 cm.