Al calor de esta lógica más general de modularización cultural, frente a la cual debió aprender a vincularse el nuevo lector/espectador, se idearon políticas editoriales, según las cuales, los contenidos incluidos en los diferentes dispositivos eran reunidos, des-jerarquizadamente, bajo la idea del potpurrí, del picoteo y la mezcolanza propia del género del magazine.[1] Los antiguos órdenes temáticos, retóricos, visuales encarnados en el retrato individual, las vistas urbanas y paisajes naturales, los hechos históricos, las bellas artes, las costumbres, comenzaron a convivir y yuxtaponerse con fluidez y horizontalmente con los más novedosos: lo cotidiano, lo común y corriente, lo trivial, lo mundano, las noticias de actualidad, los eventos de participación colectiva, el espacio público, las actividades sociales, los sports y la hípica, entre tantos otros.
No obstante, esta discontinuidad, la lógica de fragmentación no hubiese llegado a puerto sin una operación igualmente importante: la homogenización. De tal forma, este mosaico editorial compuesto por elementos textuales, visuales, provenientes de espacios discursivos lejanos y ajenos pudo funcionar comercial y culturalmente gracias a la naturalización de las disonancias y posibles interferencias entre sus componentes, favorecida por las tecnologías de producción industrial de impresos.
Lo mismo que ocurrió con la fotografía por medio del fotograbado de medio tono, la discontinuidad no se planteó como un asunto disruptivo. Frente a la imagen, aunque el ojo alcanzara a atisbar los puntos, este se cifraba en la totalidad, en el tono conseguido y no en el sistema constructivo. La distinción del fragmento (punto) no impedía su fusión, tal como ocurría en la lógica editorial del magazine donde los contenidos textuales y visuales se yuxtaponían, pero a la vez se fusionaban sin tensiones como parte de la misma composición editorial.
Por todo lo anterior, pensamos, y esto puede quedar sujeto a futuras discusiones, que la operación editorial por excelencia de la industria cultural en sus albores fue la fragmentación, desjerarquización y combinación de la información, favorecida por la capacidad homogeneizante del nuevo sistema tecnológico de producción industrial.
Proponemos que este “estallido” -como lo han denominado lúcidamente Ossandón y Santa Cruz[2]— y la diseminación de los fragmentos de la cultura -de los códigos, signos y formas- produjo una evidente rearticulación de los términos que legitimaban la representación al interior del sistema impresor. Un reordenamiento que despachó las jerarquías de la cultura ilustrada-letrada en relación con los temas, tipos de tratamiento y usos de las imágenes al interior de los dispositivos editoriales y que promovió el ascenso, en los diagramas visuales proto masivos, de lo relegado y marginado, esto es, de los hábitos, las experiencias y los modos de vida de los segmentos populares.
[1] El magazine declaró a inicios del XX su distinción como espacio enunciativo, diferente al de la prensa informativa. Esta especificidad radica, precisamente, en su carencia de especificidad; así el magazine ilustrado puede ser entendido, si nos atenemos a su supuesto origen etimológico en el vocablo árabe “máhzan”, como un “almacén” de temas, un espacio donde puede hallarse, potencialmente, de todo (Ossandón y Santa Cruz, , Entre las alas y el plomo…). Sin pasar por alto las derivas y variaciones que tuvo el género, a modo general, podríamos plantear que este tipo de revistas se caracterizó por estar profusamente ilustrada y por su división en numerosas y variadas secciones. De tal modo, el magazine fue capaz de albergar y misturar reportajes de actualidad y viajes, notas de vida social, literatura, deportes, conocimientos varios, juegos, avisos publicitarios, caricaturas, entre una cantidad innumerable y maleable de posibles temas y géneros discursivos.
[2] Ossandón y Santa Cruz, Entre las alas y el plomo…