Se ha determinado que los retratos de fantasía de Milet fueron realizados entre la década de 1880 y la década de 1890, proponiendo a partir de ese dato que la aparición de este tipo de imágenes guarda relación, por una parte, con el fin de la conquista de los territorios indígenas tanto en Chile como en Argentina y, por otra, con la publicación en 1884 del texto de Vicuña Mackenna, donde se retoma la historia del supuesto cautiverio de Elisa Bravo.
Es interesante considerar que este acontecimiento, ocurrido más de cuatro décadas antes de que se configure el contexto de “paz” fronteriza, adquiera renovada notoriedad a través del texto de Vicuña Mackenna, recordando la figura idealizada de la cautiva. Aun cuando el surgimiento a nivel artístico del motivo es muy anterior al contexto republicano (y al del fin del proceso de ocupación de la Araucanía) podemos suponer que en él encuentra nuevos alicientes para su difusión gracias a la puesta en escena de nuevos significados para la imagen. Luego de las campañas de “pacificación” de la frontera sur, el rapto ya no encarnaba el temor que había suscitado durante los siglos de autonomía territorial indígena, por lo que es probable que con la dominación efectiva, fuera posible también la dominación “temática” de estos territorios y de las prácticas asociadas a ellas. Cuando el rapto de mujeres blancas ya no simbolizaba un temor “real” y cercano, como lo había sido sobre todo en la primera mitad del siglo, éste podía trasladarse al ámbito del divertimento de la sociedad y, por lo tanto, de la recreación y la fantasía. En pleno apogeo de la práctica, los pintores se habían hecho cargo de su representación, pero no hubo, hasta el momento, fotografías, sino hasta después del fin de las campañas de ocupación, luego de las cuales encontramos en ciudades fronterizas como Traiguén, Valdivia, Concepción y Temuco un pequeño número de fotografías como las que se encuentran a foco en este ensayo.
La conexión propuesta entre el motivo de la cautiva y las fotografías de Milet se justifica no solo en la importancia y la difusión que la figura había tenido en las últimas décadas, sino también en la atracción que esta suscitaba. Provocada, por una parte, desde el gusto artístico, desde su apreciación como motivo pictórico, pero también por la espectacularidad que había ganado el tema en la época, altamente dispuesto a una adecuación comercial. Históricamente la mayoría de las mujeres raptadas eran campesinas, cuyas familias vivían cerca de los territorios indígenas, mientras que las mujeres de clase alta se encontraban resguardadas en los centros urbanos. Aun así, las cautivas más conocidas, más representadas y más discutidas –Elisa Bravo y Trinidad Salcedo— pertenecieron a la clase alta. Por lo que en Chile, a diferencia por ejemplo de lo que sucedió en Argentina, la cautiva se asociaba a una dama de alta sociedad, cuya tragedia se volvía, por este hecho, aún más atrayente. La cautiva a la que podrían aludir estas fotografías se presenta como una heroína trágica del arte y, como se entiende desde el texto de Vicuña Mackenna, de la sociedad.
Al revisar el desarrollo del motivo pictórico de la cautiva puede comprenderse la carga erótica asociada a ella, aspecto que se vuelve constitutivo de su figura, y sobre el que se sostiene su imagen, como proponemos aquí. Dentro de los elementos que erotizan la imagen de la cautiva encontramos, por una parte que, desde las primeras representaciones, es decir, desde su representación literaria, es el cuerpo el primer gatillante de su tragedia, cuerpo que atrae al indio y que es una dimensión que se reitera en la gran mayoría de las representaciones visuales del XIX: el cuerpo mancillado de la cautiva. Por lo que si en una primera instancia ella es definida a partir de su cuerpo “puro”, blanco y no corrompido ni barbarizado aun por el indígena, su corrupción es lo que se resalta en un segundo momento que es también aquel en que entra a disputar este mismo motivo el medio fotográfico. Este contraste se enfatiza además mediante el juego de oposiciones entre el captor y la cautiva.
En relación con la fotografía (y especialmente con el retrato de fantasía), encontramos que la carga erótica se vuelve menos evidente sin desaparecer. El juego erótico en este caso guarda relación con el disfraz y la posibilidad de salir de él, con la posibilidad de regresar, con la finitud del pasatiempo: la mujer blanca juega en la foto a verse como cautiva. En la imagen de Juan de Dios Carvajal, por ejemplo, una fotografía algo más temprana que las de Milet, realizada en Concepción, la retratada aparece con un carácter lúdico que evidencia el rasgo transitorio de la personificación, pues una vez que se saca las joyas y se cubre nuevamente los hombros, puede mantener sus relaciones familiares, puede volver a la “civilización”, por lo que el erotismo reaparece ahora en la noción del juego; como lo hacía en contextos europeos, donde mujeres de clase alta se disfrazaban de odaliscas, de esclavas sexuales, en el espacio permitido de la fiesta o del estudio del fotógrafo.
En las fotografías, entonces, la presencia erótica se matiza: una dama de sociedad, que busca un retrato de fantasía para repartir entre sus amigos y familiares si bien puede disfrazarse, no puede ser representada como las cautivas pictóricas. Sin embargo debe remitir a ellas para conseguir el efecto que busca. La más evidente de estas referencias es, por supuesto, la indumentaria indígena: la mujer blanca, como en su momento lo hizo la cautiva, debe ataviarse con los atributos que esta nueva vida significa, pero en ella estos atributos aparecen cumpliendo funciones relativas a la romantización y exotización de su imagen. Las joyas ya no funcionan como signos de procedencia familiar, sino como adorno, como índices de ambientación. Alvarado plantea que el disfraz de estas mujeres no solo no logra ocultar el origen de las representadas, sino que, por contraste, hace evidente el engaño: la palidez de estas mujeres enfatiza la falsedad de sus atuendos. Cuestión que se vuelve especialmente interesante, pues el contraste planteado por Alvarado funciona aquí como un énfasis de la presencia de la cautiva cuya figura se habría perdido ante un uso más estricto de la indumentaria; y es justamente en el espacio de lo “no logrado” mapuche, que ella se revela como cautiva: en el uso exagerado de las joyas, en la faja demasiado holgada, en la pose. Sobre todo al tener en cuenta las fotografías de cautivas “reales”, cuyo efecto visual es evidentemente opuesto.
El erotismo funciona aquí en lo vestido, mediante los atributos mapuche que remiten a lo que se entendía como la indumentaria de la esposa de un rico cacique. Y la corrupción del cuerpo, por otro lado, puede pensarse, ya no en la desnudez o en las ropas desgarradas, sino en la apropiación de los atributos “enemigos”, que pasan a simbolizar la intromisión tanto física como cultural en la disoluta vida del cautiverio.
Lo interesante por otro lado en cuadros como los de Monvoisin sobre Elisa Bravo, es que incorporan la presencia del captor y del entorno del cautiverio. En los retratos de fantasía nada de esto se hace evidente, aunque sí podemos encontrar actitudes ensimismadas y de reposo que podría asociarse a un momento tardío del rapto: la vida en cautiverio, que es también la del sometimiento y la entrega sexual. Sobre todo en esta fotografía de Milet cuesta pensar la representación de la mujer mapuche como único referente, en la medida en que ni la pose, ni la actitud refieren a los modos en que tradicionalmente ésta se había representado fotográficamente y, sobre todo, si se tiene en cuenta que la mano izquierda está cubierta de joyas que refieren simultáneamente a las dos culturas, entre las que la modelo se sitúa. La actitud ensimismada de la retratada remite a un trasfondo narrativo que no se encuentra presente en los retratos de mapuche, cuya “objetividad” (mediante las poses y los encuadres) y la ausencia de elementos para la ambientación truncan la posibilidad de generar un relato del modo en que sucede en las imágenes de “disfrazadas”. En ellas no solo aparece la subjetividad, sino también la posibilidad de ampliar la dimensión referencial. Y la atención ya no se centra únicamente en la presencia de las joyas, sino que estas contribuyen, junto a otros elementos, a articular una narración mayor.
A pesar de los rasgos problemáticos que la figura de la cautiva encierra, ésta sigue siendo una imagen del exotismo, muy requerida en esos tiempos. Es por esto que las representaciones de “disfrazadas” pueden seguir comprendiéndose como representaciones interculturales, en la medida en que al no tener un modelo directo, iconográficamente ellas refieren todavía al modelo visual de las representaciones de mujeres mapuche, que, como imágenes estereotipadas, funcionan para la figura de la cautiva, en tanto esposa de un cacique. Las fuerzas del colonialismo siguen funcionando al revivir en estas imágenes, al modo de la elipsis, sensaciones asociadas al motivo como la lujuria del indio, la desgracia de la cautiva y, sobre todo, el erotismo velado en la figura de la mujer blanca como incitadora del deseo del hombre indígena. Y es probablemente el exotismo del rapto, como motivo anterior, lo que permite la representación de la cautiva en el retrato de fantasía, cuya concepción romántica presenta el mismo nivel de permisividad que el disfraz.