Si las tan comentadas propiedades reproductivas de la imagen fotográfica no son inéditas ni ajenas al medio cultural en que ella fue inventada, su condición mecánica y automática es un hecho sin precedentes que deslumbró a los primeros observadores y produjo amplias discusiones sobre sus virtudes y propiedades, con los consiguientes efectos de revisión y cotejo de las modalidades conocidas de producción y reproducción de imágenes manuales y semi mecánicas conocidas hasta entonces. Tanto a nivel científico como popular, la fotografía fue reconocida como una imagen “objetiva”, libre de los accidentes, demoras, imprecisiones o errores que, a ojos del racionalismo, el sujeto interpretante introducía en los terrenos de la representación, aunque muy pronto esta visión debió ser matizada al entrar en contacto con perspectivas acerca del arte y de la obra que habían sido legitimadas por la decantación del ideario romántico. La reproducibilidad automática facultada por la fotografía, junto con ser tempranamente concebida como un acto de magia o de escritura inmediata de la propia naturaleza (como lo ha propuesto Rosalind Krauss[20]) fue también propuesta, desde ciertos círculos intelectuales, literarios y estéticos, como un atentado a la singularidad subjetiva del acto creador, el que se consideraba basado además, en lo que concierne a las bellas artes, en una destreza manual arraigada en el oficio y por lo tanto en la tradición.
La voz de alerta frente el potencial productivo y reproductivo del medio fotográfico puede rastrearse en declaraciones y reclamos de prominentes críticos e intelectuales testigos de los primeros despliegues de la fotografía, como Charles Baudelaire o John Ruskin, quienes se encargaron de enfatizar las reglas del arte, a modo de escudo protector ante la deslumbrante espectacularidad, y en cierto sentido, facilidad, del nuevo medio. “…Que enriquezca rápidamente el álbum del viajero y devuelva a sus ojos la precisión que falte a su memoria”, reclamaba airadamente Baudelaire,
que orne la biblioteca del naturalista, exagere los animales microscópicos, consolide incluso con algunas informaciones las hipótesis del astrónomo; que sea, por último, la secretaria y la libreta de cualquiera que necesite en su profesión de una absoluta exactitud material, hasta ahí tanto mejor(…). Pero si se le permite invadir el terreno de lo impalpable y de lo imaginario, en particular aquel que sólo vale porque el hombre le añade su alma, entonces ¡ay de nosotros![21]
Mientras Baudelaire defendía al arte como el terreno exclusivo de lo impalpable y lo imaginario, dejando a la fotografía fuera de este campo, diversos críticos de la segunda mitad del XIX hacían causa común para probar su ineficacia, incluso como recurso para la mera re-producción de imágenes. Para un crítico de arte influyente en el circuito francés, como Philippe Burty –colaborador de la Gazette des beaux-arts desde su fundación en 1859 y quien no se restó de comentar copias de imágenes artísticas producidas en grabado– la fotografía no presentaba ninguna ventaja comparativa en relación con este medio reproductivo tradicional. En su crítica de la tercera muestra anual de la Sociéte Francaise de Photographie, Burty señalaba: “La fotografía es impersonal, no interpreta, copia; he ahí su debilidad como su fuerza para entregar con la misma indiferencia los detalles superfluos y el apenas visible, apenas sensible matiz que da alma y semejanza”[22]. Respecto a estos dichos, que hoy figuran como testimonio de la reacción de la alta cultura artística ante la expansión del medio fotográfico, Stephen Bann comenta:
Burty no deja pasar la oportunidad, (…), para enfatizar que no tiene intención de poner el grabado reproductivo en el mismo barco que la fotografía impersonal. De acuerdo con esta predicción, la fotografía pronto logrará acabar con el «grabado y litografía de mala calidad, producido sin conciencia para las necesidades de aquellas personas carentes de delicadeza. Pero ella ciertamente no removería las demandas de impresos superiores»[23].
Como lo documenta Dominique de Font-Réaulx, la crítica proveniente del círculo romántico no solo defendió la singularidad de las imágenes manualmente facturadas ante el advenimiento del medio mecánico, sino también los estilos y el temperamento del artista ante la avanzada del “aparato” y la aparente imparcialidad del nuevo medio:
En su salón de 1844 Théophile Thoré escribe con aprecio sobre la visión única de Theodore Rousseau, que se trasluce en su Avenida de castaños: «No estoy diciendo que tal pensamiento no existe en la naturaleza; es sólo que uno tiene que ser capaz de sentirlo, expresarlo. El artista no es sólo un ojo, como el daguerrotipo. Un espejo fatal y pasivo que reproduce físicamente la imagen que se le presenta: es una fuerza en movimiento y creadora que, a su vez, fertiliza la creación externa[24].
Estos juicios, que se dieron en el marco de una apasionada discusión sobre las bondades y los perjuicios del nuevo medio, venían a funcionar como contrapeso frente a la opinión más general, forjada en circuitos familiares a la ciencia, la historia, la prensa y la técnica, dentro de los cuales la fotografía sería concebida como punto de arribo y consumación de un caro proyecto moderno: ella ofrecía por fin aquella imagen aparentemente idéntica del mundo visible que había sido buscada desde el ascenso del paradigma naturalista en el Renacimiento y, por lo tanto, era también una herramienta de exactitud insuperable para aproximarse a los aspectos cognoscibles de éste y registrar su singularidad.
Según señala Dominique de Font-Réaulx, el aprecio por el detalle y el principio de exactitud que manifestaron los adeptos y defensores de las potencialidades del medio fotográfico se hallaban respaldados por el historicismo reinante en la primera mitad del siglo XIX y por la vocación científica de esta época “centrada en la clasificación, comprensión y explicación” de los fenómenos y objetos:
Así, en el campo de la arqueología y la búsqueda de los restos del pasado, por ejemplo, los más bien azarosos como románticos descubrimientos de antaño estaban siendo reemplazados por las excavaciones prolongadas, organizadas y sistemáticas, como lo demuestra la fundación de la Escuela Francesa de Atenas en 1847. Del mismo modo, la historia comenzó a presentarse como una disciplina autónoma, basada en la descripción de hechos establecidos, en la acumulación de pruebas incontrovertibles y en la identificación de artefactos auténticos de épocas pasadas[25].
Ante los ojos de los periodistas, los científicos, los historiadores, la fotografía pronto comenzaría a mostrar las potencialidades que había entrevisto y anunciado su precursor inglés William Talbot, quien en su libro The pencil of Nature, señalaba como una de sus principales ventajas la “capacidad de permitirnos introducir en nuestros cuadros una multitud de minúsculos detalles que se sumarán a la veracidad y al realismo de la representación, pero que ningún artista se molestaría en copiar fielmente de la naturaleza”[26].
La fotografía quedaba signada, desde este polo de la discusión, como una herramienta de gran utilidad para múltiples tareas de observación de la naturaleza y el entorno que desbordaban la mirada y los intereses puramente estéticos. Según Aaron Scharf, a ojos de sus entusiastas promotores, “la cámara fotográfica brindaba (…) imágenes de importancia más estadística, definía con más exactitud, y, frecuentemente, con mayor profundidad, los contornos exactos de las formas naturales (…). Sobre todo, y a pesar de sus grandes diferencias, las imágenes quedaban siempre impregnadas de objetividad, con esa codiciosa veracidad impersonal que tantos artistas llevaban largo tiempo ansiado conseguir”[27]. El mismo autor añade que esto se tradujo en una presión para diversos artistas dedicados a representar escenas históricas, de género, paisajes y retratos, y también para ilustradores y cronistas educados en la tradición, los que se vieron “más y más presionados por enriquecer la pintura o el dibujo con ayuda del material documental que aportaba el lente”[28]. Ante la precisión documental de la fotografía “los esbozos imprecisos y las descripciones de los viajeros o las vaga reconstrucciones basadas en la memoria dejaron de satisfacer al público. Después de ver la verdad que aportaba la cámara fotográfica, la gente comenzó a exigir del arte la misma veracidad”[29].
[20] Rosalind Krauss, “El impresionismo. El narcisismo de la luz”, en Lo fotográfico, por una teoría de los desplazamientos (Barcelona: Editorial Gustavo Gili, 2002).
[21] Charles Baudelaire, “El público moderno y la fotografía”, en Salones y otros escritos sobre arte. Salón de 1859 (Madrid: Machado Libros, 2005), 229-233.
[22] “Photography, in his view, ‘is impersonal; it does not interpret, it copies; there is it weakness as well as its strength, for ir renders with the same indifference the superfluous detail and the scarcely visible, scarcely sensible nuance that gives soul and likeness”. Stephen Bann, Parallel Lines, 25.
[23] “Burty does not let the opportunity pass, (…), to emphasise that he has not intention of putting reproductive engraving in the same boat as the impersonal photograph. According to this prediction, photography will soon succeed in killing off ‘poor quality engraving and lithography, produced without conscience for the needs of those people lacking in delicacy. But it certainly not remove the demand for superior print”. Stephen Bann, Parallel Lines, 25.
[24] “In his Salon of 1844, Théophile Thoré writes appreciatively of Theodore Rousseau’s unique vision as it transpires in his Avenue of Chestnut Trees: “I am not saying that such a thought does not exist in nature; it is just the one has to be able to feel it, express it. The artist is not merely an eye, like the daguerreotype. a fatal and passive mirror that physically reproduces the image presented to it: he is a moving and creative force who, in his turn, fertilizes external creation”. Dominique De Font-Réaulx, Painting and Photography (Paris: Editions Flammarion, 2012), 57.
[25] “Thus, in the field of archeology and the search for the vestiges of the past, for example, the rather haphazard if romantic discoveries of yesteryear were being replaced by prolonged, organized, and systematic excavations, as the foundation of the French School at Athens in 1847 demostrate. Similarly, history was beginning to present itself as an autonomous discipline, underpinned by the description of established facts, the amassing of incontrovertible evidence, and the identification of authentic artifacts from past ages”. Dominique De Font-Réaulx, Painting and Photography, 14.
[26] William Fox Talbot, The Pencil of Nature (London, 1844-46). [Publicado originalmente por entregas].
[27] Aaron Scharf, Arte y fotografía (Madrid: Alianza, 1994), 82.
[28] Aaron Scharf, Arte y fotografía, 82.
[29] Aaron Scharf, Arte y fotografía, 82.