Como se ha señalado antes, una importante difusión de lo pintoresco se efectuó a partir de los relatos de viajeros. Éstos se consideraron guías para educar el gusto y sobre todo la mirada de excursionistas y diletantes que más tarde buscarían esas mismas experiencias visuales y estéticas en el entorno natural. Al respecto, el propio William Gilpin planteó los relatos de sus excursiones –por ejemplo, los contenidos en el Tour of the Lakes (c. 1786)– como verdaderos “preparativos para la ceremonia de visitar un paisaje”[69]; una suerte de manual para que el visitante desarrollara una cierta conducta estética frente a la naturaleza. Así, “estos manuales de viaje señalaban (…) los puntos de observación desde los que la vista respondía en mayor medida a la autoridad estética de pintores reconocidos”[70].
Recurrentes fueron, entonces, los paseos pintorescos hacia fines del siglo XVIII en Gran Bretaña, los que a una escala reducida se efectuaban en jardines y parques y en un plano más desafiante, en sitios alejados de los centros urbanos, preferentemente en lugares que tuvieran como escenario cordones montañosos y escenas lacustres o riveras. Hasta allí llegaban los nuevos turistas, aperados “con sus guías de campo, sus libretas, sus diarios y el instrumento más característico de lo estético: la ‘lente de Claude’”[71].
En las primeras décadas del siglo XIX el interés de la mirada pintoresca suele dirigirse al patrimonio cultural e histórico. Las vistas de ciudades y monumentos antiguos se vuelven especialmente atractivas, como también los vestigios medievales. Según Riviale hay una variable política que se pone en juego en esta predilección: “son también los inicios del movimiento de reivindicación nacionalista en Europa (en Alemania y en Italia, y en numerosas naciones integradas en el vasto imperio austriaco)” y el pasado patrimonial aparece como un elemento aglutinador[72]. Será a partir de la década de 1830, aproximadamente, cuando comienza a desarrollarse una fase de lo pintoresco que pone de relieve y fomenta los viajes hacia lugares lejanos y exóticos[73].
Dichos viajes, sin embargo, no tendrán un afán meramente turístico, sino que muchos de ellos incorporarán un importante componente científico, respondiendo a la búsqueda de saberes ligados a la geografía, la historia natural, la etnografía, la arquitectura, entre otras disciplinas. El interés europeo por documentar y dar cuenta de especímenes de todo tipo y, en general, de todo aquello que la naturaleza y el ser humano hubiesen elaborado a través de su historia tomó un lugar relevante en las excursiones emprendidas en América. No obstante, para Riviale, esta mirada documentalista que “inventariaba el mundo”[74], se conjugó con el punto de vista de lo pintoresco, que aportó el elemento estético y el anecdótico. El modelo de representación literaria y visual que combinaba ambas miradas (en que dependiendo del caso se ponderaba más una por sobre otra), se denominó etnografía pintoresca[75].
El enfoque etnográfico pintoresco, como una deriva singular del relato de viaje pintoresco desarrollado en Europa, tendió a consolidarse precisamente en los álbumes ilustrados que versaban sobre los desconocidos y lejanos territorios de América. Ejemplo de ello es el célebre Voyage pittoresque et archéologique dans la partie la plus intéressante du Mexique, de Carl Nebel, publicado en París en 1836[76] y años antes, el Voyage Pittoresque dans le Brésil que reunió las ilustraciones efectuadas por Mauricio Rugendas en dicho país (París, 1827-1835). Estos álbumes proporcionaban información verosímil y acreditable sobre los parajes visitados, sin embargo, los contenidos textuales y visuales no conllevaban la severidad propia de las publicaciones científicas, sino más bien apelaban al entretenimiento y deleite de un público no experto pero suficientemente instruido. Como plantea Diener, “los viajes pintorescos eran misceláneas amenas, repletas de asociaciones cultas, que facilitaban al lector enlazar lo desconocido con lo familiar”[77]. La popularización de lo pintoresco animó a hombres y mujeres europeos a internarse en la naturaleza para deleitarse con los escenarios y parajes que ésta ofrecía.
Para Pascal Riviale los viajes de exploración coincidirían con la expansión de la industria de la imprenta y especialmente, con los avances que se llevaban a cabo en relación a la reproducción de imágenes. Las estampas o imágenes grabadas ganaron prestigio como el recurso más apropiado para dar cuenta de las experiencias visuales que los lugares desconocidos proporcionaban al ojo europeo: en ellas podía sintetizarse el elemento exótico, anecdótico y ameno con el anhelo informativo, descriptivo y documental que el viaje perseguía. Además, la estampa saciaba el deseo fruitivo del burgués consumidor de impresos, al proporcionarle una experiencia estética cercana a la del viajero pero sin la inminencia del peligro, es decir, lo suficientemente controlada, depurada y mediada para complacer la mirada y asimilar lo ajeno. Por otra parte, artistas viajeros como Rugendas y D’Orbigny (cuyas imágenes fueron posteriormente llevadas al grabado) cumplieron, entre otras cosas, el rol de traductores visuales. Dotados de conocimientos científicos, se dieron a la tarea de interpretar y hacer legibles aspectos de la realidad americana que resultaban ajenos y extraños para el público europeo. En ese sentido lo pintoresco se convierte en “un camino para (…) domesticar lo desconocido y reorganizar lo desestructurado”[78], un instrumento, dirá el Diener, para el conocimiento de la diversidad y la “diferencia” encontrada en el continente[79].
Lo anterior comenzará a hacerse especialmente interesante a efectos de establecer las distinciones regionales al interior del continente. Los artistas intentarán mostrar cómo luce un país, una localidad o una región (la selva, la pampa, lo andino, etc.). En ese sentido, “lo que el artista viajero procura en América también tiene connotaciones ideales o, al menos, intenta encontrar imágenes con un valor generalizador: un paisaje que resuma las singularidades de la fisonomía regional, individuos representativos de una determinada sociedad, manifestaciones emblemáticas de su historia y de su cultura material, en fin, todo lo que permita construir una identificación típica de un país o de una región”[80].
(Este apartado corresponde a investigación en curso de M. J. Delpiano)
[69] Christopher Hussey, Lo pintoresco, 179.
[70] Pablo Diener, “Lo pintoresco como categoría estética”, 288.
[71] Con ‘la lente de Claude’ Larry Shiner hace referencia a “un espejo convexo de tintes oscuros que reducía una escena a la escala y tonalidad de una miniatura pintada por Claude Lorrein”, en La invención del arte. Una historia cultural (Barcelona: Paidós, 2004), 192.
[72] Esta es también la tesis que desarrolla Alicia Hernández Vicente en “Fotografía y pintura románticas: una estética compartida”, en Revista Latente, 3 (Servicio de Publicaciones de la Laguna, abril 2005), 17-36.
[73] Según la periodización del relato pintoresco que establece Riviale, la primera fase se dio hacia fines del siglo XVIII, cuando la búsqueda del saber se concentró en lo que era útil para la ciencia y asimismo, en lo que resultaba exótico a la mirada europea. La segunda, a inicios del XIX, estuvo marcada por un interés en el patrimonio cultural e histórico, poniendo de relieve las vistas de ciudades y los monumentos antiguos. Es también la época en que se valora a los habitantes de un territorio, canalizando ese interés a través de la representación costumbrista de oficios y actividades tradicionales o propias de una localidad. Por último, la fase que va desde 1830 a 1860 sería la de los viajes hacia países lejanos, es el momento en que se construye la mirada “orientalista”, que combina fantasía y ensoñación con el descubrimiento serio y documentado de “otros mundos”. Bajo ese mismo lente, que combina documentalidad y tratamiento pintoresco, se emprenden numerosas excursiones hacia las Américas. En Pascal Riviale, “La etnografía pintoresca”, 183-185.
[74]Alicia Hernández Vicente, “Fotografía y pintura románticas”, 185.
[75] Alicia Hernández Vicente, “Fotografía y pintura románticas”, 182.
[76] En el propio título puede notarse la referencia al cariz arqueológico de la expedición, que no se encuentra presente en la publicación sobre Francia (producida por la misma época), que resalta más bien el tono romántico del viaje pintoresco.
[77] Pablo Diener, “Lo pintoresco como categoría estética”, 287.
[78] Pablo Diener, “Lo pintoresco como categoría estética”, 290.
[79] Si lo pintoresco es un instrumento para el conocimiento y domesticación de la diferencia es porque tiene la capacidad de hallar en lo particular la forma ideal, en otras palabras, de traducir –sin subsumir– esa diferencia a estándares visuales socialmente reconocibles y legitimados. Para esto se vale de elementos que suponen familiaridad al interior de la cultura visual decimonónica y que ya están relativamente instalados (o instalándose) en la retina del espectador europeo: temas, motivos, puntos de vista, ángulos de mirada, poses, composiciones se reiteran imagen tras imagen, pero asimismo, negocian con lo desconocido y lo visualmente inédito.
[80] Pablo Diener, “Lo pintoresco como categoría estética”, 296.