Si bien las primeras imprentas que funcionaron en el país[16] fueron una herramienta política para la propagación de ideas y la circulación de informaciones asociadas a los movimientos de independencia, y contribuyeron, más tarde, a sentar las bases sociales y culturales en los procesos de consolidación de la república, durante la década de 1840 ya puede hablarse de una tendencia a la expansión y a la diversificación de la producción impresa. Como ha planteado Bernardo Subercaseaux, es a partir de esta década (y hasta 1880) que se establecerán los cimientos de esta industria en Chile, en términos de producción, circulación y consumo.[17]
De modo que en el panorama de los años 20 encontramos, por una parte, la denominada Imprenta Nacional (propiedad del estado)[18] y por otra, modestos talleres impresores y algunas pocas imprentas privadas de mayor envergadura,[19] asentadas en la capital y en otras ciudades del país.[20] Su producción consistió principalmente –aunque no exclusivamente— en periódicos, semanarios, folletos y pasquines de mayor o menor sobrevida. Este diagrama no se modificó sustantivamente en la década siguiente, mostrando un leve aumento en la cantidad de talleres abiertos en Santiago y Valparaíso.
No obstante, a partir de los años 40 en adelante este parque impresor experimentó un crecimiento que encontró un momento significativo durante los años 70. Y aunque su desarrollo no estuvo exento de altibajos (por diversas razones, varios talleres e imprentas no lograron prosperar), se constata que entre 1840 y 1850 existieron poco más de una decena de imprentas en el país, las que en 1871 aumentaron a cuarenta y nueve y en 1875 a más de sesenta.[21] No sólo hubo mayor importación de máquinas y tecnología, sino también de insumos fundamentales como papel y tinta; y consecuentemente, la cantidad de operarios dedicados a este sistema industrial se incrementó de forma considerable (por ejemplo, si en 1845 había 221 tipógrafos, en 1875 existían cerca de 700). Finalmente, las provincias de Chile que contaban con un taller impresor en los años 40 no pasaban de seis, mientras que en 1875 crecieron a quince, concentrándose especialmente en el sur del país.[22]
Si bien la industria tenía alcance en buena parte del territorio nacional, la mayoría y los más importantes establecimientos operaban en Santiago y Valparaíso. Hacia 1872, fecha en que se publica Chile ilustrado, en la capital operaban imprentas de renombre como La Nacional (propiedad del estado, que editaba El Araucano), El Ferrocarril (que imprimía El Ferrocarril y Revista de Santiago), La República (con su Revista Chilena) y otras como El Independiente, El Correo Nacional, La Libertad, El Noticioso e Imprenta Chilena.[23] Por su parte, en Valparaíso (y aunque las fuentes no arrojan datos exactos sobre el parque impresor), existían entre 5 y 7 imprentas,[24] entre ellas La Patria y El Mercurio. Sin duda, esta última, en manos de la familia Tornero, era una de las más prestigiosas y la única del puerto que, pese a cambiar de dueño en varias ocasiones, logró persistir desde su fundación en 1827.[25] Recién en 1876 y 1877 se establecieron en Valparaíso dos imprentas que destacaron por la calidad de sus productos: el Centro Editorial de Rafael Jover (que posteriormente será la reconocida Imprenta Cervantes) y la Imprenta Gutenberg.
En este periodo de asentamiento que va desde los años 40 a los 80, y pese al desarrollo dispar de la industria, los talleres se complejizaron, incorporando más funciones además de la estrictamente tipográfica, esto es, la encuadernación y la producción de imágenes. Así, las imprentas ya no sólo atendieron las demandas de la prensa escrita, sino que comenzaron a generar una variedad de publicaciones editoriales (libros, revistas, mapas, almanaques, etc.) y otros impresos asociados a la publicidad y a la industria gráfica (tarjetas de visitas, membretes, carteles, etiquetas de productos, etc.).[26] De modo que, hacia la década de 1890, cuando se produjo la consolidación definitiva de este sistema productivo que incluía la producción de impresos fotográficos, los establecimientos locales ya conseguían cubrir casi la totalidad de las demandas del mercado de impresos.
No obstante los significativos avances que experimentó el parque industrial desde 1840 en adelante, todavía en la década del 70 la factura y materialidad de los productos seguían siendo, en buena medida, modestos. Específicamente, existía un aspecto que en esos años las imprentas nacionales todavía no lograban abarcar con absoluta propiedad: la reproducción manual de imágenes de alta exigencia técnica. Es decir, a inicios de la década del 70 la industria chilena de impresos no contaba, estrictamente hablando, con un cuerpo de profesionales especializados en la producción de estampas. Evidentemente, esto no significa que no hubiese factura local de imágenes impresas, más bien que estaba circunscrita casi de modo exclusivo a la litografía[27] y que, con excepción de unos pocos, la mayoría de los grabadores eran más bien aficionados, generalmente con acotada formación profesional.[28]
(Este apartado corresponde a investigación en curso de M. J. Delpiano)
[16] Desde la introducción de la prensa en 1811.
[17] Bernardo Subercaseaux, Historia del libro en Chile, 64.
[18] También aparece como “Imprenta del estado” o “del gobierno”.
[19] Como por ejemplo El Mercurio (1827) y El Comercio (1829) en Valparaíso.
[20] La Serena (1822), Concepción (1822) y Valparaíso (1825). En: Bernardo Subercaseaux, Historia del libro en Chile, 34.
[21] Estos datos y lo siguientes han sido pesquisados por Bernardo Subercaseaux, Historia del libro en Chile, 52 y 64-66.
[22] Colchagua, Curicó, Linares, Maule, Ñuble, Biobío, Arauco y Valdivia.
[23] En Jorge Soto Veragua, Historia de la imprenta en Chile, 90 y ss.
[24] En Bernardo Subercaseaux, Historia del libro en Chile, 68.
[25] Roberto Hernández C., 200 años de la “Aurora de Chile” (Talca: Imprenta Gutenberg, 2012), 41.
[26] Según Bernardo Subercaseaux, hacia finales de siglo, las imprentas locales podían clasificarse según el tipo de producto en que se especializarán: imprentas periódicas, dedicadas a la prensa; imprentas editoras, a los libros; e imprentas comerciales, más misceláneas pero asociadas al diseño gráfico industrial. Historia del libro en Chile, 95-96.
[27] Es necesario recordar que la litografía no permite la impresión simultánea de caracteres tipográficos móviles e imagen, por lo que, al imprimirlos por separado, el proceso resulta más demoroso y costoso. Esta fue la tónica de la industria chilena durante el XIX: más allá de algunas xilografías y clichés de metal de mediano mérito técnico, resultaba imposible incorporar imágenes de alto refinamiento visual –como las del Chile ilustrado de Tornero— y textos en una misma entintada. En el primer número de la revista satírica La linterna del diablo, se hace alusión, de modo bastante irónico, al estado del parque impresor local en relación a la producción de estampas: “Por lo demas no nos fallan operarios i capital industrial: y plumas traviesas para escribir, i buriles sólidos para dibujar entre los mismos tipos lo que todavía no es mui comun por estos mundos donde la pesada litografía ilustra sola los testos tipográficos; i decimos sola, cuando no vá en las manos de un mal dibujante”. La Linterna del diablo (Santiago: Imprenta de La Unión Americana; año 1; nº 1, 1867), s/n.
[28] El grabado en madera comenzó a enseñarse en la Escuela de Bellas Artes a partir de 1887 a cargo del alemán Otto Lebe. La única posibilidad de aprender el arte litográfico durante el siglo XIX era de manera informal en los propios talleres e imprentas.