Entre los efectos que pudiera tener sobre la imagen de Chile ilustrado la interacción medial que está presente en su factura, tal vez el más destacado tiene que ver con el conflicto que esta interacción desata en la constitución del tipo de documentalidad visual del libro. Este conflicto deviene de la tensión o diferencia entre los modos de construir efectos de realidad a través de los medios visuales implicados, que responden a su vez a “espacios discursivos”, canales de circulación y contextos técnicos de producción diversos, aunque interconectados en algunos puntos.
Debido a su vínculo tradicional con el relato de viajes, aventuras y exploraciones y con la prensa viajera ilustrada, la estampa pintoresca cumple al mismo tiempo funciones informativas, de orden documental (tal como la documentalidad es entendida al interior del pensamiento positivista decimonónico) y funciones orientadas a la fantasía y la generación de una aproximación placentera, por medio de la imagen, a lo anecdótico, misterioso o curioso de los diversos rincones del mundo. Esta doble función, una suerte de principio constitutivo de la estampa pintoresca, en la que estamos sosteniendo se encuentra arraigada la práctica dibujística del libro, no tiene un correlato exacto en el régimen de la fotografía temprana, especialmente en virtud de la condición indicial que define al medio como huella de luz, para algunos sinónimo de una escritura directa de la propia naturaleza sobre el soporte sensible. Pese a la existencia temprana de recursos para intervenir la captura fotográfica, como la superposición de negativos, técnica bien explotada ya a mediados del siglo, la definición del “espacio discursivo” de la fotografía se basa durante el siglo XIX intensa (aunque no únicamente) en la convicción de que lo que ella presenta es la realidad misma de la referencia y en ello consiste precisamente su triunfo y su superioridad frente a otros medios. Si bien muchas fotografías transgredieron tempranamente este principio, produciendo efectos de realidad altamente determinados por estrategias discursivas, retóricas y trucos técnicos, la proliferación de fotógrafos aficionados, no necesariamente instruidos en “retórica de la imagen artística”, que además operaban en territorios en proceso de visualización por los diversos aparatos de representación, dio como resultado la aparición de imágenes igualmente nuevas. Estas imágenes traían consigo, en cierto modo, el latido y el pulso de las posibilidades del nuevo medio, en contacto con una “realidad” desconcertante: imágenes aparentemente desretorizadas, emanadas de la pura condición maquinal del sistema fotográfico, cuya traducción a los viejos lenguajes de las artes visuales resultaba altamente compleja, sino imposible.
Las imágenes del libro de Tornero presentan al menos tres posibilidades de encuentro y transición entre las retóricas de la fotografía y el grabado (inscrito en el “espacio discursivo” de la estampa pintoresca). En un primer nivel de la traducción prima el acuerdo y la equivalencia: fotografía y estampa se encuentran en la común voluntad de producir una imagen identitaria del territorio y de la fisonomía cultural de Chile, con efectos retóricos de orden promocional y estimulantes para la fantasía y el interés turístico y comercial de un espectador internacional. Esto por lo general ocurre cuando no existe una sola fotografía modelo y el grabador vincula elementos basándose en su aprendizaje del estilo pintoresco, o bien cuando la fotografía-fuente proviene de un contexto de producción comercial, como el que representan los estudios fotográficos, cuyos operadores asimilan miradas y hábitos compositivos preconcebidos en el campo del arte para dar prestigio y legitimidad a las imágenes.
En un segundo nivel de relación, la estampa privilegia su propia tradición, dando aparentemente la espalda a cualquier dato de orden indicial, como puede verse en el caso de la ilustración de un salto de agua en Placilla. El intenso trabajo de líneas puesto en juego en esta ilustración da cuenta de una cierta aproximación tipológica al motivo, que se desinteresa por los detalles efectivos. Ningún rasgo de la vegetación lacustre o referido al tipo de conformación rocosa de zona central de Chile asoma en la imagen. El tratamiento pone más bien en evidencia el apego del ilustrador a los hábitos compositivos propios de un motivo “pintoresco” por definición, como lo es el salto de agua y la cascada, profusamente presente en libros de viajes a zonas altas o montañosas, de las cuales es ejemplo el Voyage aux eaux des Pyrénées (1855), de Hippolyte-Adolphe Taine, ilustrado por Doré[97]. Claramente, la estampa del Salto de Placilla remite a la constitución de un motivo visual con evocaciones románticas (la fuente de agua como signo del paisaje idílico del que se ha despedido para siempre la modernidad industrial), cuya inclusión en el libro de Tornero en calidad de “especie pintoresca” parece haber resultado más relevante que su referencia concreta a aspectos del relieve o la flora de la zona lacustre del Chile central.
La tercera posibilidad de interacción entre medios de representación visual se manifiesta en el libro como una tensión, entre las estrategias retóricas de la estampa pintoresca y los rigores experimentales y exploratorios de un tipo de fotografía especialmente parca en despliegues retóricos y efectismos fantasiosos, producida desde una voluntad de registro completamente alterna, marcada, en el caso del que tenemos evidencia, por un interés técnico y una exploración de la relación entre territorio e industria. El más claro ejemplo al interior del libro de este tipo de fotografía es el que representa la producción de William Oliver.
Según hemos dicho ya, Oliver era un joven especialista en explosivos que bordeaba los 16 años cuando tomó las fotos que sirvieron de modelo al libro. La fotografía fue para él una pasión de infancia y nunca, que se sepa, la ejerció comercialmente. Su interés parece haber estado radicado en explorar las posibilidades del medio fotográfico como tal y, con ello, paralelamente, las complejidades y singularidades de un territorio que buscaba hacer suyo sorteando varias capas de distancia cultural (determinadas por su ascendencia familiar y educación en el extranjero). En sus atentos registros de las zonas salitreras del norte grande (para entonces peruanas), de los diversos sistemas extractivos de este mineral, de las obras ferroviarias entre Santiago y Valparaíso, del primer túnel ferroviario que horadó rocas chilenas, de la Plaza de Armas de la capital, de la Alameda, del puerto de Valparaíso, de los tranvías, de los cerros y sus caminos, de los Almacenes Fiscales, del edificio de la Bolsa, de la Plaza de la Victoria o del Hotel Colón, puede leerse el afán por poner en evidencia cómo se estaban edificando, urbanizando, poblando las ciudades; cómo se construía infraestructura productiva y de transporte en aquella zona extrema del mundo que era para entonces el confín de Sudamérica. La mirada de Oliver es una mirada penetrante y atenta a las complejidades de todo orden que se debaten en el paisaje: está lejos de apuntar a la construcción de una imagen agradable o atractiva del país. Su indagatoria visual parece aspirar a algo más inédito: enmarcar fotográficamente los rasgos de un territorio natural y cultural que entra, a duras penas, en relación con los aparatos y sistemas productivos de la modernidad y que exhibe por eso mismo un aire de rusticidad, dificultad y a ratos desolación.
Los diversos retoques o ediciones a los que suele ser sometida la fotografía de Oliver en el proceso de traducción al grabado del libro, dan cuenta del “chirrido” indeseado que se produce entre los “espacios discursivos” de ambos medios visuales. En la fotografía de Oliver de la antigua Bolsa de Comercio de Valparaíso se observan, por ejemplo, frente al edificio, carros rústicos de tracción animal y un muro de material ligero que funciona como límite de la plaza o tal vez como improvisada caballeriza. Uno de los elementos se pierde totalmente y el otro aparece transcrito como una sombra ambigua, probablemente debido a que el ilustrador no supo qué giro dar a este elemento irreconocible al costado de la plazoleta. Sujetos vestidos con sencillez y lo que parece ser un grupo de vendedores ambulantes, son convertidos en diligentes ciudadanos. El grabado resulta ser, en cierto sentido, una imagen “pasada en limpio” de la fotografía, para quitar de ella las huellas de una realidad caótica o de una entropía viva que amenazaba con teñir de incertidumbre la imagen de República.
Aunque de un modo menos notorio, algo similar ocurre en el grabado que ilustra la Catedral de Santiago. El abordaje frontal de la Catedral por Oliver, que deja ver gran parte de la plaza en primer plano, ofrece aristas documentales específicas, a parte de una ausencia total de efectismo: se ve el templo sin sus torres (las que se terminaron de construir hacia fines del siglo XIX) y sin el edificio aledaño (Palacio Arzobispal, construido hacia principios del 70); la vegetación de la plaza organizada en cenadores; faroles a gas (los que habían sido instalados en 1857, reemplazando los velones que por décadas habían iluminado el centro de la capital), como también algunos rasgos humanos que proyectan la atmósfera social de la aldea adusta que era Santiago en aquel momento.
Sin alejarse demasiado de los detalles de la fotografía, el grabador en cambio propone una plaza algo más opulenta en follaje, menos hirsuta, menos joven (una decisión que debe explicarse en este caso en un ánimo de exactitud, que impone considerar los años transcurridos entre la captura de imagen-fuente y el encargo de las imágenes para el libro). Los cenadores cobran sentido dentro del grabado, transformados en elegantes fuentes de agua. Mientras la atención del ilustrador al detalle de la iluminación es escasa, probablemente porque el farol a gas que existía para el momento de la foto era todavía muy rudimentario o simplemente no se presentaba suficientemente visible para la “traducción”, el afán de exactitud como intención general del libro vuelve a observarse en la inscripción, al lado del dibujo del templo, del perfil del Palacio Arzobispal, que no figura en la foto de Oliver porque no existía para el momento de su realización (su imagen debió haber sido reproducida a partir de una foto posterior). Es decir, en todo lo que le fue posible, el gesto-ilustrador se esmeró por presentar una plaza provista de dinamismo y modernidad.
Si se trata de observar los descalces entre modelo fotográfico y la traducción a la estampa, cabe constatar que la imagen de Chile ilustrado ofrece, en general, visiones más animadas y amenas de los lugares que ilustra, que las fotografías que le sirven de modelo. Esto tiene que ver con la capacidad de la imagen manualmente producida de representar ciertos grados de acción que, a la fecha, no podían ser captados por los aparatos fotográficos. En el caso de la litografía de Sorrieu, de la misma Plaza de Armas abordada en la imagen anterior, resulta de interés notar la maestría del litógrafo para dar un atractivo social a la vista del lugar. Sorrieu elige para el diseño de su litografía el lado sur de la plaza, con el imponente fondo que aporta en neoclásico Portal Fernández Concha, recién construido para entonces (1871). Se trata de una vista que no tiene, por la juventud del edificio, precedentes históricos reconocibles, al menos en lo que refiere a la presencia del edificio del fondo. Es muy posible que la imagen tenga como fuente una fotografía de dicho costado, pero de haberla, casi podríamos dar por hecho que no presenta los suntuosos carros que se presentan en la litografía, ni figuras femeninas ricamente vestidas ni el grado de acción o interacción social que se observa en la litografía. Todo ello es sin duda un “toque de gracia” añadido a la representación del lugar por el autor de “La república democrática y social universal” que no dudó en dar a la plaza más importante de Santiago un aire de familia con los entornos de Tullerías, Louvre y Plaza de la Concordia, lugares representados en otras estampas de su ejecución.
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[97] Ver otras imágenes que presentan motivo y composición parecida, incluidas dentro del registro “libro de viaje pintoresco” en Serie Visual “Salto de agua”.