Teniendo como foco el análisis de los retratos de mujeres blancas de Milet a la luz del sistema de influencias que en ellas confluye, es importante no solo poner en juego la tradición de la representación del mapuche (ya sea como tipo cultural o como “indio histórico”) sino que además establecer vínculos con ciertas prácticas fotográficas, de gran difusión hasta principios del siglo XX, en contextos metropolitanos. A pesar de su distancia geográfica, estas prácticas se erigen como derroteros para el análisis de tales imágenes, que en su entorno directo parecen no establecer diálogos evidentes con otros repertorios visuales que le fueron contemporáneos.
Bajo esta lógica entra la práctica del retrato de fantasía, retrato fotográfico de corte comercial (y de participación social), que encuentra una doble inspiración visual en la tradición pictórica y en la corriente orientalista; conformada a partir de la representación de sujetos disfrazados o personificados.
El uso del disfraz[1] en el contexto decimonónico jugaba un rol importante en el ámbito de la recreación social, heredado de prácticas sociales muy anteriores que con el desarrollo de la fotografía se diversifica, encontrando nuevas posibilidades, como la de “visibilizar” o la de “mostrar” ciertos aspectos que dan realce o atractivo al individuo, o hacen aparecer aspectos sorprendentes o interesantes de su fisonomía o personalidad. El disfraz (y también la máscara) tiene una compleja tradición, cuya significación varía según diversos contextos y épocas. Entre los principales ejes asociados a sus usos y funciones se encuentra el de solapar o cubrir: la persona se disfraza para no ser reconocida o para ocultar su identidad. También está la de tomar el aspecto de otra persona (real o imaginaria); y es común su empleo en actividades escénicas (teatro, danza) o rituales (religiosos, por ejemplo). Respecto de la segunda función, aquella que refiere a tomar el aspecto de otra persona, hay diversos usos: bailes de máscaras o carnavales, por ejemplo, donde tradicionalmente se permite la transgresión de ciertas normas de conducta o de los roles asignados por la sociedad (el hombre disfrazado de mujer, el rey de mendigo, etc.). Ahora bien, incluso cuando la intención no sea la de ocultar o cubrir, su uso conlleva la posibilidad de que el portador vele su propia identidad, cuestión que se asocia al trasfondo “liberador” del disfraz, y que es importante a la hora de considerar su uso en el contexto decimonónico chileno, por ejemplo, donde el comportamiento social de las mujeres de clase alta estaba rígidamente normado.
Asociado a la fotografía[2], el disfraz generó históricamente una serie de espacios de liberación, con mayores o menores grados de permisibilidad social. Sobre todo teniendo en cuenta que la nueva técnica tuvo desde sus inicios múltiples áreas grises que eran muchas veces justificadas por la novedad que ésta significaba o por los beneficios que se consideraba podía traer[3]. Una de esas transgresiones más comunes asociadas al disfraz guardaba relación con el exotismo y el erotismo y encuentra en la segunda mitad del XIX diversas posibilidades de producción y redes de circulación: entre ellas encontramos, por ejemplo, fotografías de mujeres disfrazadas (generalmente prostitutas contratadas como modelos) que posaban para artistas, muy común entre pintores orientalistas; o las postales eróticas, cuyo tema no era únicamente la desnudez, sino que también la recreación de motivos pictóricos “históricamente eróticos” como el baño o de figuras como la esclava sexual o la concubina, que incorporaban el uso del disfraz y la ambientación.
Para el caso específico del uso del disfraz en retratos comerciales “de sociedad” encontramos que las recreaciones de tipos fueron las más comunes a lo largo del siglo XIX en Europa: “Las recreaciones de “tipos”, tanto exóticos como regionales, fueron una constante en la fotografía comercial ya desde los inicios de la tarjeta de visita, siendo Disdéri el que, como en tantos otros casos, dio comienzo a este negocio fotográfico a gran escala.”[4] Como ya se apuntó anteriormente, el comercio de imágenes de tipos culturales tuvo un éxito apreciable que respondía al gusto de la época por elementos exóticos y costumbristas, lo que dio paso a un nuevo tipo de imágenes fotográficas: retratos de sujetos blancos “occidentales” disfrazados según la estética de las representaciones de tipos culturales, conocidos como retratos de fantasía. Esta práctica tuvo una fuerte demanda sobre todo en las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del siglo XX, gracias a la tipología de la carte de visite y la tarjeta postal, que promovieron el gusto por estos elementos exóticos o regionalistas, así como la afición por el disfraz, lo que llevó a muchos individuos a acudir a los estudios comerciales a retratarse según estos parámetros.
Los retratos de fantasía fueron también objetos de intercambio y exhibición en sociedad, desarrollo al que debió adaptarse rápidamente el proceso fotográfico, mediante la adecuación de los estudios comerciales en los que el decorado y los objetos ornamentales pasaron de ser un complemento, como ya vimos, a establecerse como elementos imprescindibles. Como plantea Freund, los estudios experimentaron la necesidad de transformarse en “almacenes” de accesorios teatrales y ambientaciones de las más diversas naturalezas, que permitieran llevar a cabo la fantasía que pretendía el retratado:
Entre estos retratos, hay algunos casos en los que el uso del traje regional o de labores tradicionales está justificado y corresponde a un uso real, al igual que entre la fotografía de “tipos” hay algunos ejemplos que tienen un marcado carácter realista, de tintes sociales o antropológicos… Sin embargo, hay que señalar que fue bastante frecuente que personas de las clases acomodadas acudiesen al estudio a hacerse retratar de esta guisa, siguiendo una costumbre muy extendida entre la aristocracia en los siglos anteriores, de la que se conocen casos tan famosos como los de María Antonieta o la duquesa de Alba en España.[5]
Sobre la búsqueda de “verosimilitud”, Cabrejas destaca un aspecto que se vuelve especialmente interesante en el contexto de esta investigación, que tiene que ver con que el retratado nunca hubiese desempeñado el rol de “fantasía” fuera del espacio del estudio, por lo que la condición de posibilidad para que en efecto cumpliera el rol y asumiera fantasiosamente al personaje se limitaba a dos variables: el espacio cerrado y permitido del estudio y la atracción generada por la fantasía, en tanto que el registro de la acción, es decir el retrato, sí sería exhibido y socializado, generando un efecto en el círculo social del retratado.
Interpretando entonces las imágenes del corpus a la luz de usos y funciones de la fotografía decimonónica, menos revisados por la historiografía clásica, es posible establecer una relación entre el retrato de fantasía y las fotografías de mujeres blancas vestidas —o disfrazadas— de mapuche. Correspondencia que ya ha sido sugerida de algún modo por el antropólogo André Menard, quien por su inscripción disciplinar no incluye la tipología del retrato de fantasía ni ha desarrollado la relación a nivel visual. La propuesta de Menard, es un valioso antecedente, pues excede interpretaciones anteriores sobre este tipo de fotografías analizadas únicamente desde la presencia de elementos indígenas o a partir de su referencia a retratos de mujeres mapuche:
“[En las fotografías de mujeres vestidas de mapuche] las damas chilenas re-presentan una forma invertida del mismo fantasma erótico que identificamos en las fotografías etnográficas. La dama civilizada, suerte de templo viviente del pudor y del recato, se inclina hacia las crudezas inferiores de la salvaje y sus lubricidades y de esta forma activa la dimensión erótica que emana de la re-presentación de un sujeto blanco y femenino «mancillado» por el fantasma de la impudicia etnológica. Resuena en estas fotografías el denso imaginario decimonónico de las cautivas, así como el florecimiento en esa misma época de un estilo pictórico obsesionado con la imagen de la esclava blanca, desnudada, exhibida, tasada, manoseada e intercambiada por machos orientales.”[6]
[1] Sobre disfraz ver: Geneviève Allard y Pierre Lefort, La máscara, trad., Juan José Utrilla (México: Fondo de Cultura Económica, 1988); Julio Caro, El carnaval (Madrid: Taurus, 1989); Eugénie Lemoine-Luccioni, El vestido: ensayo psicoanalítico del vestir, trad., Lola Gavarrón (Valencia: Instituto de Estudios de Moda y Comunicación, 2003); Enrique Palavencino, La máscara y la cultura (Buenos Aires: Ediciones de la Municipalidad, 1954); entre otros.
[2] Sobre disfraz y fotografía en el siglo XIX: Brent Benjamin y Francis Ribemont, La photographie pictorialiste en Europe (Rennes: Musée des Beaux-Arts, 2005); Van Deren Coke, The Painter and the Photographer from Delacroix to Warhol (Albuquerque: University of New Mexico Press, 1975); Marie-Loup Sougez, “Arte y fotografía. El siglo XIX”, en Historia general de la fotografía (Madrid: Manuales Arte Cátedra, 2006); Robert Lassam, Portrait and the camera: a celebration of 150 years of photography (Londres: Studio Editions, 1989); entre otros.
[3] Como era el caso de las fotografías de mujeres indígenas desnudas, circulando muchas veces bajo el falso alero del registro científico. La fotografía, como se trabajó en el primer capítulo no había definido aún para las últimas décadas del siglo XIX su propio lenguaje o el campo de acción que “le correspondía” dentro del ámbito de la representación y de los medios de producción de imágenes.
[4] M. Carmen Cabrejas Almena, “El disfraz y la máscara en el retrato fotográfico del siglo XIX” (Tesis, Universidad Complutense de Madrid, 2009), 42, pdf.
[5] M. Carmen Cabrejas Almena, “El disfraz y la máscara”, 57.
[6] André Menard, “Pudor y representación. La raza mapuche, la desnudez y el disfraz”, en Aisthesis Nº 46 (Santiago: Pontificia Universidad Católica de Chile, 2009), 29.