Como plantea Rebecca Earle, cuando elementos indígenas ingresaron a las visiones de los recientes estados nacionales latinoamericanos durante el primer siglo de independencia, éstos fueron incorporados como representativos de culturas ancestrales (estáticas), que dejaron de existir con la conquista. Esto deriva de una voluntad de las clases políticas dominantes por producir una distinción entre el pasado precolombino y el presente de las poblaciones indígenas “a civilizar”.
La figura del “araucano”, en particular, sirvió a la constitución de los discursos republicanos en Chile aportando la imagen de un pasado heroico y “nacional”. Los intelectuales y políticos liberales conosureños del XIX, si bien coincidían en un juicio tajantemente negativo respecto de sus poblaciones indígenas contemporáneas (que a su ojos encarnaban una “degradación” de la raza original), encontraban en el indígena “histórico” ciertos rasgos de valentía y heroísmo, que resultaban positivos en la medida en la que se les reconocía como resultado de un cierto grado de mestizaje con la población blanca. Esta noción favorable, aunque aparentemente incidental, tiene cierta repercusión visual en el ideario decimonónico, ya que aportó recursos discursivos a la tradición artística, que contaba hasta ese momento con un limitado repertorio asociado a la figura del indígena “histórico”, cuya tradición para el caso chileno se asocia con las imágenes de Lautaro y Caupolicán, quienes condensan la representan del indígena histórico (eminentemente masculino) en el relato fundacional La Araucana.
Además de aquellas imágenes (y esculturas) derivadas directamente de la tradición de las bellas artes, encontramos otras representaciones del pueblo mapuche, provenientes de la cultura impresa, que a la vez se asocian a la representación heroica del indio histórico. El poema épico de Ercilla, publicado originalmente entre 1574 y 1589 en España, pero escrito en Chile, se ha considerado como un “testimonio en primera persona” de los primeros momentos de la Guerra de Arauco[1], y ha ocupado un lugar paradigmático fundacional en la tradición literaria nacional. En 1884 se reeditó en España una versión ilustrada, cuya circulación y repercusión no ha sido investigada. En ella se presentan una serie de grabados de diversos “acontecimientos” referidos en el texto, cuya particularidad se centra en dos aspectos: el primero de ellos es que las escenas seleccionadas son de menor “valor histórico” (y tienen un cierto carácter “íntimo”) respecto de representaciones anteriores de la Guerra de Arauco, que tradicionalmente presentaban batallas y cuestiones de estrategia militar en general. En ellas el indígena nunca aparecía individualizado, sino como parte integrante del ejército o batallón, mientras el conquistador era representado en situaciones emblemáticas, normalmente a caballo y ataviado con galas militares. En la edición de 1884, en cambio, se opta por la visualización de momentos menos relevantes en términos militares pero más cargados de dramatismo y valor estético, como el encuentro secreto entre amantes, el llanto frente al cuerpo muerto del solado, entre otras; hecho novedoso no solo por el marcado carácter romántico de los motivos seleccionados para la ilustración de la novela, sino además porque los protagonistas son indígenas.
La segunda particularidad, y probablemente la más evidente, guarda relación con el estilo y los modos de construcción del cuerpo del sujeto indígena en las representaciones que estamos examinando: Tegualda, Guacolda, Lautaro y Galvarino, son representados como sujetos clásicos con cuerpos ideales. Los hombres están en poses hieráticas y en armas. La indumentaria “araucana” se compone a partir de atributos asociados a una indumentaria indígena “americana” modélica[3]: tocados de plumas, falda de piel de animales o corteza vegetal; todos elementos ajenos a la cultura material mapuche. A pesar de los cuerpos idealizados, hay en las fisionomías y en el tono de la piel algunos rasgos fenotípicos que podrían considerarse propiamente documentales. Se ve en ellos una referencia al Caupolicán[4] (1863), el “Hércules araucano”, de Nicanor Plaza, cuya representación híbrida apropia la figura del “indio histórico americano” a la representación del cacique mapuche. Las mujeres, por otra parte, si bien igualmente idealizadas aparecen en poses y posturas más sinuosas y curvas, muchas veces dramáticas, en tanto encarnaciones del dolor, la pena y el sufrimiento. Y en ellas la referencia a la cultura y etnia mapuche se desvanece: están vestidas con túnicas y sandalias de inspiración clásica, llevan el pelo suelto, adornado solo con pequeños cintillos, y la joyería, más bien escasa, no refiere indiscutidamente a la cultura material indígena. Ellas, a diferencia de los hombres, no solo no presentan fisionomías ni rasgos propios de la etnia, sino que son blancas (cuestión evidente sobre todo en la escena de Guacolda visitando a Lautaro encarcelado).
Otro elemento que resulta fundamental de destacar es que en general todas las escenas grabadas tienen un marcado carácter orientalista, cuestión que ya había propuesto el pintor francés Raymond Monvoisin para su Caupolicán prisionero y Fresia.
Los grabados de la edición decimonónica ilustrada del poema son representaciones que consideramos fundamentales no solo en su particularidad; sino además por el valor que tienen en el marco de la investigación, como imágenes que conformaron el universo de la cultura visual decimonónica asociada al sujeto mapuche; con las que de algún modo u otro, dialogó su representación fotográfica.
La contraparte de la representación del indio histórico, es decir la representación del indio en su condición presente, se produjo principalmente a partir de la literatura y la prensa y solo escasamente en el medio visual. Ésta hacía referencia al mapuche empobrecido, vencido, en proceso de occidentalización y viviendo en reducciones, figura que encuentra uno de sus principales contextos de despliegue literario en Civilización y Barbarie de Domingo Faustino Sarmiento, obra de máxima relevancia dentro del pensamiento republicano liberal y positivista decimonónico. En ella Sarmiento pone de manifiesto la necesidad de acabar con los grupos “bárbaros” (indígenas) en las naciones latinoamericanas, que solo se oponen al progreso de los ideales modernizadores promovidos desde Europa. Esta obra, al igual que gran parte del pensamiento liberal latinoamericano de la época, se fundamenta en una serie de concepciones evolucionistas y raciales, que en gran medida establecen, bajo el amparo de un modelo científico positivista, los componentes de la raza mapuche a eliminar (entre ellos el alcoholismo, la flojera y la fealdad).
A pesar del peso discurso político hegemónico y como se ha buscado evidenciar mediante la inclusión de los grabados del libro español, es posible encontrar ciertas zonas menos rígidas respecto de la representación del indígena, que si bien no tienen un trasfondo documental ni son menos exotistas sí ofrecen alternativas a las lecturas tradicionales del mapuche decimonónico “bárbaro” y muchas de ellas recurrieron a lenguajes visuales “alternativos” para su representación, como el del orientalismo.
[1] Por Guerra de Arauco se ha comprendido el conflicto bélico entre el mundo mapuche y los conquistadores hispano-criollos, cuyo momento de mayor intensidad se encontraría ente 1550 y 1656.
[2] D. Alonso de Ercilla y Zúñiga, La Araucana: poema, edición ilustrada, ed. J. Gaspar (Madrid: 1884).
[3] O incluso a la representación de América en las imágenes alegóricas de los cuatro continentes, de gran circulación en formatos tradicionales desde el siglo XVII.
[4] Cuya relación con “El último de los Mohicanos”, el personaje de la novela de Fenimore Cooper de 1826, ha sido trabajada.